Ayla es una niña turca de expresivos ojos negros y pelo azabache. Le gusta recoger conchas en la playa para regalárselas a su madre y a su abuela con quien vive. Nunca conoció a su padre ni a su abuelo. Vive en un universo de mujeres, donde se cuentan cuentos, se mesan los cabellos, se amasa el pan, se hornean riquísimos pasteles, se cantan canciones, se cose y se borda.
Ayla no conoce el desánimo, la nostalgia ni el sentimiento amargo del abandono, aunque su madre y su abuela viven tristes y suspiran a menudo. Dicen que es desde que el padre de Ayla desapareció. Ayla no pregunta sobre su padre porque cuando alguna vez lo ha hecho, ha visto cómo los ojos de su madre y su abuela se humedecían, y la letanía de suspiros se hacía más intensa y frecuente.
Así que Ayla se acostumbró a vivir sin respuestas y a callar las preguntas para no hacer daño y no turbar la serenidad que le transmitían esas manos que cosían y bordaban, mientras su madre y su abuela cantaban canciones tristes y nostálgicas, que hablaban de hombres que marchaban y no volvían nunca.
Una de esas canciones ejercía sobre Ayla una fascinación especial. Ayla solía sentarse sobre su madre, y apoyaba su cabeza en su regazo. La madre de Ayla entonces acariciaba su abundante cabello y comenzaba a tatarear la misma canción que hablaba de una conversación entre un hijo y su madre:
“¿Cuándo vendrá papá?”
La madre llorando respondía: “Está en el cielo esperándonos”.
Desde entonces, cuando anochecía al calor de la chimenea, el niño, sobre el regazo de su madre, pensaba: “Muy pronto cuando me haga mayor iré en busca de papá sobre una estrella”.
Ayla no podía quitarse esa imagen de la cabeza, a ese niño volando sobre una estrella en busca de su padre. Precisamente Ayla significa claro de luna en turco, y tal vez por eso, o por la canción de cuna, a Ayla le gusta sentarse en la ventana de su habitación y contemplar el cielo al anochecer. Se imagina a ella misma viajando sobre una estrella en busca de su padre, alguien a quien no recuerda, pero añora.
La luna llena ejerce un efecto hipnótico en Ayla, esa gran esfera blanca con manchas plateadas que brilla en la noche. Se imagina tomándola entre sus manos haciéndola botar en la arena mojada. Sueña que se mece en la luna con forma de c, y se columpia en ella cuando la c está al revés. Se siente perdida cuando la luna no está. Entonces se pregunta a dónde se habrá ido.
-¿Y si como su papá no vuelve?, pregunta preocupada Ayla a su madre.
-Siempre vuelve, cariño. Cada 21 días, le contesta su madre abrazándola y estrechándola contra su pecho.
Ayla, en una noche calurosa en la que la luna clareaba, siguió con la mirada la estela que posaba la luna sobre el mar. Justo donde los rayos lunares alcanzaban la playa, vio un bulto negro que se mecía cuando las olas rompían contra la arena.
Ayla salió sin hacer ruido mientras su madre y su abuela cosían y tejían, y musitaban viejas canciones. Guiada por el claro de luna llegó hasta donde la estela de la luna llena rompía en la playa. Ahí seguía el bulto. Cuando se acercó se sobresaltó. Era un niño pequeño, dormido sobre la arena mojada, boca abajo. Parecía que no le molestaba que las olas rompiesen bajo su pecho. Estaba profundamente dormido. Intentó despertarle, pero el niño seguía con los ojos cerrados, los brazos extendidos a lo largo de su cuerpo.
Ayla supo entonces que era el niño de las estrellas. “No ha conseguido llegar. Su padre sigue solo en el cielo”, pensó. Y arrodillándose sobre él, acercándose a su oído, le susurró la canción que su madre tantas veces le cantó:
Mutiltxo batek, behin galdetu zun: “Aita, noiz etorriko da?”
Amak, negarrez, erantzun zion: “Zeruan dago gure zain”
Ta geroztik, gauean, izar bat ikustean, mutiltxoak pentsatzen zun amaren magalean: “Laster, laster, laster, laster, handitzen naizenean, aitatxoren bila joango naiz, izar baten gainean”
Este cuento está tristemente inspirado en Aylan, el niño cuyo cuerpo sin vida fue hallado en una playa turca tras un naufragio cuando su familia intentaba huir de la guerra de Siria.
Su imagen truncó el origen de mis deseos de presentarme a un concurso literario organizado por EFIC, la Escuela de Formación Integral de Coaching con motivo de su quinto aniversario. El tema propuesto era el cambio. Desde el coaching asumimos que el cambio forma parte de la vida y que los cambios siempre traen oportunidades para el crecimiento.
Jugué entonces con la idea de la luna, con el ciclo lunar, que cambia invariablemente pero se repite cíclicamente, tanto si las nubes o la contaminación lumínica nos permitan observarla como si no.
Pero entonces fue cuando me vino a la cabeza la imagen de Aylan, ese niño postrado en la arena, sin vida, y me invadió el cinismo, la frustración, la impotencia… ¿Qué sentido tiene el cambio para este niño? Alguien podrá decirme que sirvió para sacudir conciencias dado que esta imagen del cadáver de 3 añitos de Aylan dio la vuelta al mundo y tuvo un alto impacto en los medios de comunicación. Los gobiernos farfullaron alguna promesa de cambio, pero a la vista está que nada ha cambiado. Después de Aylan ha habido más niños y niñas fallecidos en aguas del Mediterráneo buscando junto con sus familias un lugar seguro. Pero esos niños y niñas ya no se han merecido un titular y no han tenido nombre.
Y no, Ayla, cariño, el padre no sigue sólo en el cielo. El padre permanece sólo en la tierra. Sobrevivió al naufragio, sobrevivió a su hijo, a su mujer, y a otro hijo, a quienes quería darle una vida, no mejor, sólo más segura.
Supongo que será el padre quien mire al cielo ahora y desee ver a Aylan y su hermanos en una de las estrellas que brillan invariablemente sobre la tierra.
Deje su comentario